martes, 23 de febrero de 2010

___________Cuentos de serie B___________

Tilo y Anny


Cerró la puerta con el mayor cuidado, metió las llaves en uno de sus bolsillos y comenzó a pasos lentos, rozando los ladrillos del piso, intentando en el fondo ser un ciudadano normal.

Sus pasos mecánicos lo llevaron al parque, atravesó sus puertas con una sonrisa inocente que imploraba alguien recibiera, más no sería por mucho; un paso más para descubrir el grupo de abuelos que rodeaban el parque -¡Qué estúpido!- pensó -ancianos en un parque- , suficiente para mutar su cara hasta no creer que podía sonreír con el mismo aliento que lo hacía odiar.

Siguió caminando con desánimo cuando encontró que su silla estaba ocupada por una pequeña figura: cabellos negros, con rizos que parecían un infinito oleaje, hebillas azules a cada lado de las sienes, no tendría que acercarse para ver su negra piel liza, que abajo se transformaba en el rojo de su vestido, que ajustaba todo su cuerpo, dejándole ver las formas prohibidas, que lo hicieron llevarse los dedos a la boca para lamerlos: -cinco años-, balbuceó intranquilo.

Giró entonces y con pasos largos dio una vuelta al parque, fijándose en cada persona que allí estaba, procuró sin embargo no detenerse a mirar a nadie. Luego caminó hacia la silla y se detuvo frente a esta:

-¿Puedo sentarme?

-Sí, sí señor.

Curvó su boca gentil pero miró rápidamente al suelo esquivando así los ojos de la niña, que tenía sobre aquella silla ollitas, platicos y vasos, y dos muñecos que tenían un palito en sus manos, asemejando cubiertos.

-¿Es el Papá?

Y permitiéndole ver sus perfectos dientes de leche le dijo:

-Sí, es el Papá y ella es la Mamá, ¿si los ve? –Se están comiendo el desayuno porque él se va a trabajar y llega hasta por la noche.

-¿Y la Mamá se queda o se va con él?

-No, se queda, no ve que se queda cuidándome, bueno –rió fuerte-, cuidando la hijita de ella.

-¿Y la hijita?

-¿Dónde está la hijita?

-¡Hay! Es que no la traje; Y no ve que si me voy me roban mis juguetes, por eso no la puedo traer.

-¿Luego vives muy lejos? Porque si no yo puedo cuidártelos.

-No, es allá mire, -Señaló con el dedo- por esas cuadritas de allá.

-Yo vivo en esa casa, la café, si la ves?

-Sí.

-Es más cerca y mi hija tiene muchas muñequitas que podrían ser la hijita, si quieres vamos y la escoges.

La niña lo miró seria y fijamente, enojada:

-Yo no voy con usted a ninguna parte.

Sintió que sus párpados cayeron pesados, como el frío que recorrió toda su piel por un segundo, y mirándola de nuevo, teniendo en su mente sólo la primera imagen de ella, le contestó un poco tarde, (imperceptiblemente tarde):

-No te preocupes, vamos que yo también necesito sacar un libro que se me olvidó traer. De paso compramos algo para la sed, ¿quieres?

Probablemente era este el instante que más temía, el de la victoria inconsciente, que desencadenaría el enorme miedo escondido; de los trayectos a la casa que estuviere ocupando cada vez; o peor aún, fracasar, despedirse amablemente en el mejor de los casos, (había niños que gritaban o lloraban alterados, y lo asustaban tanto que apenas podía huir).

-Bueno, vamos pero no nos demoramos porque me tengo que entrar.

-Sí. Tranquila.

Caminaron, llegaron a la casa, sacó las llaves de su bolsillo:

-Aaay, tan bonito el llavero, ¿me lo deja ver?

-Sí.

Entraron, le señaló una silla mientras cerraba, le dio el llavero:

-Voy por las muñecas.

-Mira, aquí están. Traje este jugo y mejor ahora compramos helado; tómatelo.

Salió de la casa a eso de las cinco. Al frente, en el parque, había dos motos y cuatro policías, y una señora gritando y llorando.

Caminó mucho, bebió mucho esa noche, les contó a sus compañeros de bebida que pronto se iría de la ciudad, qué lástima no haberles conocido antes, pero igual, él viajaba mucho.

Sacó el cadáver a eso de las tres de la mañana, volvió a entrar, y a las cuatro tomó un bus hacia la terminal de intermunicipales y compró un tiquete de vuelta a su pueblo.


Carolina Castro Bermúdez.



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