jueves, 30 de junio de 2011

Al borde de los lugares inconclusos

LA PROMESA INCUMPLIDA
 

Para mí, nada puede haber más fantástico
que la realidad.

Fiódor Dostoievski. 




Le prometí que le escribiría un libro narrando sus diez años de taxista. Sin faltar a ningún por menor  de los detalles hablados en la tienda que se encuentra al frente de mi casa.

La conversación se desbordaba con diferentes miradas que giraban entre el pico de la botella de cerveza;  costeña para él, Póker para mí. El trazo de la memoria reteñía el olvidado cajón de los recuerdos.

 Dieciocho años tenía cuando me entregaron las llaves de un  Ford modelo cincuenta y cuatro. Fue un golpe de suerte, o un destino inesperado para tomar el volante de mi vida, escapando de una carrera militar. Decía Oliverio, dirigiendo con sus dedos velludos el Marlboro americano  que se escondía entre la comisura de sus labios. 

Mi libreta de apuntes no dejaba de estar quieta, el micro punta negro el de mi preferencia pasaba desbocado sobre la pagina infectada de palabras escritas en desorden. 

Oliverio seguía e insistía en la atención que requería la grabadora de su memoria. Su rostro limpio sin ningún asomo de espinillas en la adolescencia, ni golpes por riñas en la carretera, brillaba sobre el aviso fluorescente de una promoción de latas de verduras.

 La barbilla excelentemente afeitada, sus ojos grises se ocultaban en la noche, en la sombra de los caminantes que cruzaban  con la cabeza inclinada la escalinata de una cuadra que conduce al basurero. 

Oliverio me gritaba al oído, con el nacimiento del acento que empieza a agrietarse por el ritmo compulsivo de las bocanadas del cigarrillo mezclado con el líquido de su cerveza.

¡Tenia corazón! Mí Ford. Recuerdo que hice una carrera hasta San Antonio.

 Inolvidable recordar  la velocidad que mostraba su motor, ciento veinte atravesando y violando las líneas reglamentarias de transito. Sentía la sangre de mi cuerpo como se arremolinaba entre cada cartílago de mis brazos, un volcán de nervios, sensaciones de cabrilla y pedal hacían agujeros en el pecho, observar desde el retrovisor la línea de la carretera desapareciendo entre el polvo que se alza hacia los lados, hacia el frente activando la manguera de agua para que actúen los limpia brisas a la función en el camino.

Otra más decía en voz en cuello al tendero. Yo ya llevaba siete, Oliverio creo que quince, he perdido la cuenta. Será un gran libro, por el dinero no hay que alarmarse, usted encárguese de la edición, de los derechos de autor, de la diagramación, deseo que sea un tiraje de dos mil ejemplares, mi foto en la portada y contraportada estacionado en la gasolinera de un pueblo cercano a Bogotá, o conduciendo con una linda chica en minifalda, rubia,  junto a mi lado con la picardía mordiente haciendo electrizar los cambios de mi entre pierna. 

Vociferaba, Oliverio.


Yo le seguía el juego incontrolable de sus palabras. Le confieso con la certeza de mis dedos que será un gran éxito. Llegaremos a la fama, el lanzamiento lo haremos en la mejor librería del norte, con una copa de whisky en la entrada y resto de la noche, tiene que ser un viernes, mi día favorito, las invitaciones las mandaremos a timbrar en papel Kimberley con letra en alto relieve, dirigida a las más prestigiosas editoriales del país.

¿Y el titulo?
Del libro.
¿Qué titulo llevara?
Dilo ya sin titubear, no te guardes el titulo para el final. 

Me decía Oliverio, alterado, agitando su cerveza con desespero hasta hacerla derramar sobre los puños de su camisa a cuadros. 

Arrinconado ante su actitud enloquecedora y su mirada acusadora, tome aliento, bebí un gran sorbo de mi cerveza, deseando acabarla para finalizar la absurda película que no dejaba de manotear diálogos inconclusos hechos humo.

Baje mi cabeza, observando los cordones de mis zapatillas desleídos, las invisibles marcas  hacia los lados de la empresa Made in Colombia, para ser más precisos San Andresito de la treinta y ocho. Otro roto se asomaba en la zapatilla, otro roto en el calcetín, entonces sin demostrar derrota alce mi cabeza y empecé la arremetida de títulos improvisados, otros plagiados, inventados, cortos, largos, y aburridos. 

“Apaga ese maldito cigarrillo”, Vaga por la carretera el Ford”, “Recuerdos sobre ruedas”, “Modelo 54, la cerveza y el camino”, “Correcaminos”, “ El corazón de las tinieblas”. 

Sentí que mi cabeza explotaba, el frío de la noche paralizaba mi quijada, un olor a sudor contaminaba la mesa. La canción flaca de Andrés Calamaro sonaba en la rokola.

Entre “no me olvides” me dejé nuestros abriles olvidados
En el fondo del placar del cuarto de invitados.
Eran tiempos dorados un pasado mejor.

Flaca, flaca, flaca. Empecé a susurrar entre dientes.  

Aunque: casi te confieso que también he sido un perro
Compañero
Un perro ideal que aprendió a ladrar
Y a volver al hogar para poder comer.

Sonaba una y otra vez en mi cabeza como un disco rayado. 

Al finalizar la década de los setenta, vendí el Ford por una extraordinaria cantidad de dinero. Al día siguiente negocie en un concesionario un Fiat Mira Fiat modelo ochenta y tres, en el instante en que me entregaron el auto cero kilómetros conocí la noche.
Cinco años nocturnos, abriendo mi boca a la oscuridad para tragarla con pequeñas mordidas.

 Exclamaba Oliverio. 

Una noche lluviosa y apacible recorriendo la Cra 5  a las doce menos cuarto se acerco una pareja ebria solicitando un servicio a cuatro cuadras del hotel Las Delicias, pero mi asombro surgió cuando me propusieron un trato indecente. Deseaban follar en el taxi, el joven saca de su cartera un fajo de billetes lanzándolos hacia la guantera.

Yo prendía un More debido que la cajetilla del Marlboro se encontraba vacía. Un More es un cigarrillo extra largo, su color es parecido a la canela, sabe a canela, los pulmones respiran a canela, es suave, agradable, penetrante, fino pero tiene tan solo un defecto: genera la sensación de que ha sido fabricado exclusivamente para homosexuales, es decir es marica. 

Abrí la puerta del auto, como cómplice al trato indecente. Primero entro la chica, luego le cedí el puesto al chico saliendo yo al mismo tiempo en que él cerraba la puerta de un portazo. Aún saboreaba el cigarrillo entre mis labios, como si una presencia de humo se alejara, se acercara para besarme.

Un gemido trataba de imaginar, ya que las ventanas se encontraban empañadas. Sombras de gestos pasaban lentamente sobre mi rostro. El auto se tambaleaba, como si estuviese ebrio deseando vomitar el placer del cuerpo intruso. La chica cabalgaba desenfrenadamente, descorriendo  la tanga hacia el lado de su muslo izquierdo. Mi mano izquierda enloquecía por ver el trasero como una luna de carne desnudándose ante mis largos ojos sensibles.

Imaginando que la blusa violeta la tenia desabotonada, no llevaba sostén, una pierna más adelante que la otra sin saber si la izquierda o la derecha, si el besaba o estrujaba el pezón hasta hacerlo sangrar. Si la torturaban los besos o le mordía el deseo. El tacón inclinado entre la puerta y un cojín. Era exquisito vivir como un orgasmo nacía y moría entre la noche alumbrando el cenicero del Fiat.       

Oliverio se tambaleaba, reía, me observaba y luego procedía a empujarme.

¡Un gran éxito!, ¡un puto éxito será mi libro! Un monólogo indescifrable esputaba sus labios. Me levante de la silla acercando el maxilar hacia una vitrina de diferentes clases de venenos, cerré los ojos imaginando un puñado de ensoñación.

Joven escritor lanza su primer libro de crónicas, arrasando las ventas en todas las librerías del país, firma más de dos mil autógrafos, quince reediciones se suman y próximamente edición especial con portada de lujo estará en el mercado para el público que aprecia la excelente literatura. 

Escupí sin aliento  una flema que salió por equivocación al toser fuertemente en un cuadro de Gardel roído por los años siempre con su sonrisa abierta e impecable.

Que el mundo fue y será una porquería,
Ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil también,
Que siempre ha habido chorros, Maquiavelo y estafáos. 
Contentos y amargados, valores y dublé.
Cambalache.    

Fui al baño y me senté en el retrete tratando de pensar como librarme del imbécil que tenía frente de mis narices torcidas. Respire profundamente, me acomode el pantalón, me bañe  mi rostro, fije la mirada detenidamente en el espejo roto del lavamanos.  

 Abrí la puerta, para mentirle a Oliverio que iría por la grabadora periodística para tener memoria de sus recuerdos, él no presta atención a mis palabras balbuceaba entre humo y palabra.

Salí de la tienda cruce la acera del frente, esculque el bolsillo a tras de mi pantalón acariciando el triple remiendo que no lograba ocultar.

Encontré las llaves, tres giros sufrió la cerradura de la puerta de mi casa, cerré con doble llave, ajuste la puerta con el pasador, camine dormido y cansado por el pasillo que conduce a mi habitación, me tire a la cama sin prender la luz, caían mis hombros, la cabeza, el cabello, las manos golpeaban el tablado, mire hacia el frente y el póster de Ambrose Bierce del libro “Aceite de perro y otros cuentos macabros” me guiñaba su ojo izquierdo y arrugado.

Me levante gateando hasta el espejo del patio, me quite la camiseta, observando en mi hombro izquierdo un tatuaje en sombras de un guerrero escoses; con una armadura punzante, sin rostro y un racimo de cadenas deslizándose hasta la falda de hierro.

Encaminaba el dedo anular entre la tinta imborrable sepultando mi piel. Un retazo de memoria caminaba en mi espalda, bajaba hacia la costilla izquierda devolviéndose por la nuca hasta estacionarse en el centro de mi cabeza. 

Felipe González Toledo se me presentaba como un fantasma sobre medidas. 

 Un cronista judicial de la década del cuarenta donde escribió en el “Espectador, El tiempo, la columna Vespertino Dominical, y la revista Sucesos. Me reiteraba que el tatuaje, diploma de mala conducta.

 Un vendaval de fechas y páginas cruzaban imparables por mis ojos hasta que pronuncie la fecha exacta de la columna. 

El espectador/edición dominical de 1949, Pág. 14 y19.

¡La crónica roja de la década del cincuenta! Gritaba al espejo como si me escuchara. Alzaba las manos, cerraba los puños gritando.

Bloque de trabajo:

Baúl escarlata.
Matallana.
Teresita la descuartizada.
Nueve de abril.
Saúl Fajardo.
Uriel Zapata.
Explosión de Cali.
Tito Orozco. 

Enloquecido y temblando decía en silencio. “A cuatro metros sobre el nivel del bar.” “El espectador, Bogotá, edición dominical diciembre 11 de 1949 Pág. 16. 

La sustancia de la crónica impregnaba mis encías, ensuciaba mi conciencia hasta hacerla estremecer. Fotografías de la hemeroteca Nacional desfilaban borrosas en el sucio espejo.

Vagaba mi alma arrastrando el cuerpo, hasta las escalinatas de la biblioteca como un templo cansado, del batallón de manos y ojos que transitan sobre los periódicos empolvados que se asoman en un ascensor que se encuentra agonizando sin el derecho a reclamar su jubilación.

Tantas lecturas y escrituras enterradas en el baúl de mi memoria. Y ahora la revelación de un cronista fantasma sentado en una máquina de escribir invisible, dirigiendo sus palabras a mis manos. A él también le atormentaba una promesa incumplida, el ser escritor, no cronista.

Se prometió a el mismo ser un gran escritor, pero la década, la vida, el hambre lo llevo a su frustración de cronista judicial.

Compartíamos el hambre, La década y también la muerte. Me devolví a las tinieblas de mi habitación, cerré la puerta con tranquilidad,  torciendo mi cuerpo hacia la almohada, riéndome en un ataque de nervios de Oliverio, de mí, de Felipe como si tan solo fuéramos sueños que se van evaporando cuando comienza a despertar la madrugada.


Wilson Díaz



Por una Polilla.



Si, últimamente me distraigo con facilidad, lo sé. No se me quita de la cabeza la suerte de aquella señora. 
Respeto mucho los horarios de todas mis actividades y no gustaba interrumpirlas. Cuando en la calle, alguien, a lo lejos, pronunciaba mi nombre, me obligaba a mi mismo  a pensar, que a quien llamaban era algún otro Rodrigo Rodríguez. No volteaba a mirar y continuaba mi camino, muy cauto, para evitar malentendidos si se trataba de alguien conocido, alguien a lo mejor de la empresa; y si por casualidad el encuentro era inevitable, mientras alguna persona X me hablaba, pensaba en los minutos que me estaba perdiendo de llegar a mi casa para darle de comer a mi perro, encender el televisor y sintonizar el discovery chanel, mi canal favorito.
Soy un funcionario público. Dentro de mis funciones, en las que se destaca el orientar a los usuarios sobre las rutas y los paraderos, brindar información general y estar al tanto de que las funciones de mis compañeros de plataforma se cumplan, está la de recibir quejas de los usuarios del sistema. Estuve entre los diez mejores empleados de la vía. Por mi atención oportuna al usuario, mi puntualidad, mis informes entregados a tiempo…en fin, por no dejar nada inconcluso. Nada. Hasta esa noche.
Me encontraba redactando unos informes de fin de mes, las personas pasaban frente a mí apresuradamente como una estampida de gacelas, sin hacer mucho ruido, hacia los servicios alimentadores. Cuando terminé los últimos requerimientos levanté la vista y ya era de noche, nadie se había acercado durante todo el día a poner una queja o a preguntarme nada, entonces, llegó el aguacero, un aguacero torrencial que azotaba la estructura del techo como una balacera, ya no me pude concentrar y decidí mirar a la gente. Los buses, que llegaban llenos de vaho, descargaban a los usuarios que corrían atemorizados por el estruendo. Nadie me miraba. Saqué mi termo y serví café, muy a escondidas de la cámara y de los inspectores, porque está prohibido, como todos saben, consumir alimentos dentro del sistema.
Tengo una caneca para botar basuras y no tener que Salir de mi cubículo, un suministro de vasitos desechables y azúcar, unos pitillos para revolver el café. El café sale espumoso las primeras veces y es de lo mejor, aún caliente, con unos trocitos de chocolate, para darle un poco de sabor moca. En el altavoz anuncian que por inundación en el Danubio los servicios se encuentran retrasados. Paulatinamente la plataforma se empieza a quedar vacía. La lluvia ha cesado y lo que queda es una transición entre la lluvia y la llovizna. Me percato que, mirando a lo lejos, hacia las montañas de Usme, las gotas caen cada vez más lento, hasta volverse una capa casi que de humo, como un polvo de agua inmóvil.
En el altavoz anuncian que el portal se ha cerrado, la gente que aún queda dentro protesta por servicios alimentadores, los auxiliares de policía los ubican en filas, mientras los buses articulados se estacionan en otro extremo, esperando alguna orden… ¿Qué más placentero puede haber –pensaba yo- que el hecho de verse totalmente librado de las miradas de los demás? Era evidente que los operadores, los auxiliares, los guías y los inspectores se encontraban ocupados en la resolución del problema de represamiento, y si no, por lo menos debían  demostrar interés y estar pendientes, así sus esfuerzos solo fuera un simulacro. Entonces, decidí salir a caminar un poco por la plataforma. Mientras lo hacía pensaba  en dónde estaba ubicada la cámara. Miré hacia la estructura del techo, que es bastante alta, y descubrí que volaba una polilla. La distinguí inmediatamente: una tileola bissellella: la polilla de la ropa. Cuando crecen parecen mariposas por su gran tamaño, pero su color marrón las distingue y evita la mirada de los depredadores.
Las gotas caían ya más pausadas, más perezosas, con la intención de solo dejarse caer, todas a un solo ritmo, menos las que rodaban del borde del techo, impredecibles, pesadas, lentas y rápidas al mismo tiempo. La polilla volaba hacia el exterior sin percatarse de las gotas impredecibles. Una gran gota cayó sobre su ala y su vuelo vacilaba en espirales, salía de nuevo a la lluvia y volvía cada vez más empapada. No quería perder detalle, pero alguien haló de mi chaqueta.
- Joven ayúdeme, que paradas hace el b-73
No reparé en la persona que me hablaba, solo le dije:
-para donde va señora
-señor, por favor colabóreme, necesito saber qué paradas hace el b.73, es urgente – ¡me repitió con una voz nerviosa!
Era una señora de la tercera edad, vestida con varios sacos de lana uno encima de otro, con una gorra de lana a la que le salían grandes motas. La presa perfecta para la tileola bissellella –pensé, como una broma para mí mismo-. Una maleta de niño terciada en un solo de sus  hombros, y unos auxiliares de la policía, a lo lejos, corriendo a nuestro encuentro,  me llamaron la atención.
-dígame para donde va y con mucho gusto le colaboro.
-¡no sé, no sé  para donde voy!... por favor dígame las paradas…
La polilla se estacionó por unos momentos en la pared, las gotas resbalaban de sus alas aterciopeladas. Que Dios me perdone, pero dentro de mí, no pude evitar el maldecir a esa señora que no me dejaba en paz en mis contemplaciones, y aparte de todo, halaba mi chaqueta. No sé porqué algo me impulsó a seguir, impasible, frente a las actividades de la polilla, que se introducía audazmente en los vacios entre gota y gota, esquivándolas, casi que adelantándose a su trayectoria, a una velocidad increíble. Lograba ganar  unos centímetros dentro de la avanzada de ese ejército de gotas, que amenazaba imponer la retirada de la bestia alada, aquel coloso que se resistía a permanecer lejos de la oscuridad.
Cuando los auxiliares llegaron todo fue confuso, la señora intentaba no llorar, la gente se amontonó alrededor de sus explicaciones nerviosas, su mirada confusa y sus brazos agitados, eufóricos, llenos de lana cachemir. En cuanto a la polilla, había desaparecido.
No sé porqué me siento tan atraído por la vida animal, no sé porqué me distraje de esa manera ese día… Yo, que estuve entre los empleados más destacados de la vía. Me siento muy apenado, aún pasado tanto tiempo, hoy que me atrevo a escribir este informe tan inusual (aunque no hubo una queja o una llamada de atención contra mi) de lo que pasó esa noche. Pienso que si no me hubiera salido de mi cubículo jamás tendría que sentir una culpa que finalmente no es mía, pero que siempre estará allí, presionándome en mis momentos de distracción.

Alex Ramírez





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